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La revolución del despertador

Martes, 04 de Enero de 2011 18:22
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Por Mariano Mussi. Publicado en El Ciudadano y la Región, 1º de octubre de 2008.

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Panadero, diplomático, albañil, ingeniero (y sus equivalentes femeninos): todos los trabajos son en parte, si se quiere y simplificando un poco, un engranaje de la máquina social. Para que las cosas que contemplamos a diario sean posibles, las más hermosas y las más terribles también, es necesario que el trabajo humano las ponga en acción. Es preciso que alguien se levante temprano para que los mercados funcionen, que los policías repriman para que la propiedad privada sea sostenible, que los jueces juzguen, que los mecánicos reparen los motores que echan a andar a los vehículos, los autos y los camiones y las motos que congestionan las calles y se estrellan regularmente; la síntesis de todos esos trabajos es, en parte, el mundo que contemplamos. Cada actividad encajándose como pieza de una maquinaria casi infinita que produce tanto lo bello como lo horroroso.

Así pues, no hay manera de que escapar. Lo que sea que hagas te hace responsable, en alguna medida, del todo. Cualquiera sea el trabajo, hay en eso de ser un engranaje, en eso de ser una pieza más de esa máquina social monstruosa, un algo que molesta. Ese algo es la implicación responsable: aunque sea solo una pieza (un pistón o una correa de esta máquina del demonio, es decir, un elemento, un mero objeto) esa pertenencia al todo responsabiliza. Lo que hagas, concientemente o no, te hace merecedor de los éxitos o los fracasos, te implica responsablemente. Y esto, cuando tomamos distancia y vemos los resultados de ese trabajo colectivo, cuando vemos el hambre, la miseria, las guerras, la exclusión, la perversidad; nos molesta. ¿Es mi trabajo (y el trabajo de los otros organizado, reglado y normatizado hasta el infinito) el responsable de todo eso? ¿Cómo resolver esa angustia?

Ensayo algunas respuestas, y advierto: sin garantías. Cuando trabajo no soy yo, sino una cosa. Un objeto manipulado y ordenado por otros. Me vendo, esa es en alguna medida una de las perspectivas del marxismo: yo vendo mi mano de obra, mi voluntad muscular de hacer andar lo que sea que el capitalista haya pensado, me transformo durante ocho horas diarias y regulares, repetidas, con suerte, seis días a la semana, en otro. En la voluntad de otro. La responsabilidad no es, entonces, mía: Es la voluntad del capitalista la que hace que el mundo sea así. Si lo quiero cambiar, puedo hacer uso de algunos recursos políticos como la militancia: una posición absolutamente respetable aunque un tanto esquizo donde acepto que mi voluntad, mi sentido de lo justo y mi práctica transformadora de la realidad, solo me pertenecen cuando salgo del trabajo, cuando marco tarjeta y dejo de ser objeto rentado para aportar lo restante de mi fuerza a la transformación de la realidad. El resto del tiempo soy un engranaje esclavo. Una cosa.

Sin embargo esta estrategia, que cuenta con mi respeto insisto, más allá de algún comentario irónico, exige una reserva de fuerza que no todos (mea culpa) tenemos. Intuyo que debe haber otro millón de personas como yo, y si estoy en lo cierto, confiar solo a la estrategia de la militancia las esperanzas que cambiar las miserias del mundo resulta un tanto desalentador. No creo que la evangelización militante aporte lo necesario y pienso, por otra parte, que los tiempos y las exigencias laborales nos dejan cada vez con menos motivaciones y fuerzas. Me horrorizo cuando pienso en las jornadas de dieciocho horas de los trabajadores de los supermercados, en la infinita sucesión de días, en el volumen de juventud y fuerzas que los supermercadistas le arrancan a los pibes laburantes. ¿Es posible la militancia en este escenario?

Pero si bien el trabajo es, por un lado, un engranaje de la maquinaria del sufrimiento, también es cierto que, por otro lado, nunca terminamos de convertirnos definitivamente en objetos sin voluntad (la muerte es, en efecto, la única manera científicamente comprobada de llegar a este extremo). Esta imposibilidad es lo que nos permite pensar en lo que se conoce como condicionamiento: tal vez no pueda cambiar de una vez y para siempre los horrores de los que la máquina capitalista me hace responsable, pero si puedo ponerle límites, estorbarle el camino, decirle que no. Siempre podemos decir que no. Cada espacio cotidiano es una oportunidad de cambio,  algo de lo que el viejo Gramcsi hablaba: romper el despertador es un acto revolucionario. Una reunión de consorcio es una oportunidad de cambio, los compañeros de trabajo son mis compañeros de “militancia”, ese cliente que viene al banco a pagar sus impuestos, o ese paciente que me consulta, son oportunidades de sumar. Este es el otro extremo del trabajo, el de los sujetos libres que surgen del “no”: no siempre se puede hacer lo que se quiere, pero si puedo elegir no hacer lo que no quiero. Es posible, entonces, que los engranajes se traben.

Por supuesto que hay condiciones. Si alguien rompe a garrotazos el despertador probablemente sea recluido en un asilo para insanos, o medicado (piensen en la cantidad de conocidos que consumen algún psicofármaco). El acto debe ser comunicable y multiplicable, se necesita otorgarle un sentido (el por qué del “no”) y sumar a otros en la empresa (los “no”: miles de trabajadores rompiendo sus despertadores). Y esto de pensar con otros es, me arriesgo a decir, una forma de transformar a la máquina culposa, a esa vieja roñosa que nos esclaviza y nos mata, en un espacio con oportunidades.

El cómo de todo esto es otro asunto. ¿Cómo comunicar cuando estamos hipnotizados con viejas decrépitas almorzando o imbéciles subidos en patines para hielo? ¿Cómo encontrar un sentido así? Sean francos ¿No están cansados de todo eso? ¿No quisieran un día, aprovechando los tiempos de primavera, agarrar el despertador, tomarlo por sorpresa a la noche, y hacerlo mierda contra la pantalla del televisor?